SANTA MARÍA EGIPCIACA: EJEMPLO DE PENITENTE


Santa María Egipciaca. José de Ribera
Imperando Teodosio el Menor en el año 421, sucedió la preciosa muerte de santa María Egipciaca, cuya penitencia y demás admirables virtudes quiso el Señor comunicarnos por medio de san Zósimo.
A los cincuenta y tres años de vida solitaria le asaltó al santo el pensamiento de que habiéndose retirado al monasterio desde su niñez, acaso no habría otro en todos aquellos desiertos que estuviese tan adelantado como él en el camino de la perfección.
Habiendo pasado Zósimo el Jordán, y ansioso por descubrir algún siervo de Dios, se internó mucho en aquella soledad. Veinte días hacía que corría aquellos espaciosísimos desiertos, cuando parándose a la hora del mediodía a cantar salmos, -según su costumbre- advirtió a alguna distancia como un fantasma o sombra de algún cuerpo humano que corría aceleradamente. Zósimo se sobresaltó e hizo la señal de la cruz; pero vuelto un poco en sí, fué hacia ella con apresurado paso, y cuando ya estuvo a distancia de ser oído, levantó la voz y dijo: «Siervo de Dios, ruégote por aquél señor a quién sirves, que te detengas y me aguardes». Hízolo así, y la que huía, -que era mujer- se metió en una especie de foso, donde de algún modo podía encubrir su desnudez, cuando el santo viejo se acercó hacia el borde, oyó una voz que le dijo: «Padre Zósimo, echa tu manto a esta pobre pecadora si quieres que reciba tu bendición y pueda hablarte».
Zósimo se oyó nombrar, no dudó que sería algún alma de grande santidad. Le arrojó su manto, y cubierta la santa vino hacia él; pero como el santo se hubiese puesto de rodillas y pedídole su bendición, la santa postrada le dijo: «¿Te has olvidado, Padre, de que eres sacerdote, y de que a tí te toca darme tu bendición, y rogar a Dios por la mayor y más miserable pecadora que ha habido en el mundo?» Acabada ésta contienda, le rogó Zósimo le dijese quién era, y que tiempo hacía que estaba en aquel desierto. «Si haré» -respondió ella-; pero hagamos primero oración, y después te responderé. volvióse hacia el Oriente, levantó las manos y los ojos al cielo, y pasó algún tiempo en oración: oraba también Zósimo, más como hubiese vuelto los ojos hacia ella, y la viese cercada de luz, se le ocurrió si acaso sería algún espíritu o fantasma. «Ni uno ni otro soy», -exclamó la santa-, tornándose hacia el santo viejo: «soy un poco de polvo y ceniza, que no merecía ver la luz del día, pero aunque vil y miserable, soy cristiana»; y diciendo esto hizo la señal de la cruz en la frente, en los ojos, en los labios y sobre el corazón. Después se sentó, y rogando a Zósimo que se sentase le dijo: «Debe saber padre, que aquél buen Pastor que tiene tanto cuidado de las ovejas descarriadas, como de las que nunca salieron del redil, no te ha enviado aquí sin altos fines. Sea tu nombre eternamente bendito».
«Yo soy una pobre mujer, natural de Egipto, que a los doce años de mi edad, prófuga de la casa de mis padres, me fuí a Alejandría y me entregué a todo tipo de disoluciones por espacio de diez y siete años. No pecaba por interés, sino únicamente por pecar. Creo que hasta ahora no ha habido en el mundo cortesana más perniciosa que yo. Viendo que una gran multitud de gentiles pasaban a Jerusalén a celebrar la fiesta de la exaltación de la santa Cruz, me embarqué con ellos, y me estremezco cuando me acuerdo de lo mucho que los escandalicé. Viví en Jerusalén tan desordenadamente como en Alejandría».
«Llegado el día de la fiesta, quise acercarme como los demás a la puerta de la Iglesia para adorar la santa Cruz; pero al entrar me detuvo poderosamente una mano invisible. Quedé sorprendida, y todos mis esfuerzos fueron inútiles. Abrí los ojos del alma, y deshecha en lágrimas, comencé a mirar con horror mis enormes pecados. Toda turbada me senté en un rincón de la plaza, donde me abandoné al llanto, al arrepentimiento, a los gemidos y a los suspiros más vehementes. En medio de este conflicto levanté casualmente los ojos arriba, y vi frente a mí una imagen de la Santísima Virgen. Acordándome de haber oído decir muchas veces que María era Madre de misericordia, y refugio de pecadores, exclamé: Tenedla a ésta infeliz y miserable criatura. Refugio sois de pecadores; pues siendo yo la mayor de cuantas ha habido, parece que tengo algún particular derecho a vuestra especial protección. No merezco, Señora, que mi Dios derrama sobre mí aquella abundancia de gracias que derrame hoy sobre tantas almas fieles como se aprovechan de la sangre de Jesucristo; pero a lo menos no me neguéis el consuelo de ver y adorar este día el sacrosanto Madero en que mi dulce Redentor obró la salvación de mi alma. Yo os prometo, Señora, que después de éste favor, que espero de vuestra clemencia, me iré prontamente a un desierto a llorar por todos los días de mi vida mis enormísimas culpas».
«Animada de una extraordinaria confianza, parto a la Iglesia apresurada, y entro sin resistencia como todos los demás. Allí penetrada de dolor que me despedazaba el corazón, me postro ante aquella preciosa prenda de nuestra Redención, y detestando mis maldades dejo regado el suelo con mis lágrimas. Hecha esta diligencia, me vuelvo al sitio donde estaba la imagen de la Santísima Virgen, y puesta de rodillas, le digo con la mayor confianza: Madre de misericordia, después de Dios, vuestra es la obra de mi conversión; no dejéis imperfecto lo que habéis comenzado; indigna soy de vuestros favores, pero no de vuestra compasión, en vos coloco mi esperanza después de Jesucristo; os prometí dejar el mundo, aquí estoy a cumplir lo que ofrecí, dadme a entender lo que debo hacer, y sed mi conductora en el camino de la salvación».
«Apenas acabé esta oración oí una voz como a larga distancia, que me decía: Pasa el Jordán, y hallarás descanso. Supliqué a la Señora que fuese mi buena Madre, y salí al punto de la ciudad, llevando sólo tres panes. Llegué al anochecer a la orilla del Jordán, entré en una Iglesia dedicada a san Juan Bautista, hice oración, y así que comí medio pan de los que llevaba, gasté el resto de la noche en detestar mis maldades, e implorar la misericordia divina. A la mañana, purificada mi alma con el Sacramento de la Penitencia, recibí la sagrada Eucaristía, y encomendándome a la Santísima Virgen pasé el Jordán en un batel, y entré en este dichoso desierto a la edad de veintinueve años, sin que, en cuarenta y siete que estoy aquí, no haya visto otra persona más que a tí».
«¿Pues de que te has mantenido?» le replicó Zósimo.
«El poco pan que traje -respondió la santa- se acabó pronto; después no he comido más que hierbas y raíces».
«¿ Y te ha dejado en paz el tentador?» -le pregunto el santo viejo. «No quieras, padre, obligarme, -prosiguió la santa- a que te cuente los terribles combates a que me vi expuesta a lo largo de diez y siete años, sólo con acordarme de ellos me estremezco, si no perecí, fue por efecto de la misericordia del Señor. Doblaba la oración, aumentaba la penitencia, y tenía cada vez mayor confianza en Dios y en la protección de la Santísima Virgen, a la cual debo la gracia de mi conversión y la de mi perseverancia».
Como vió Zósimo, que usaba de algunos lugares de la sagrada Escritura, le preguntó si los había leído. «Nunca he sabido leer», -respondió la santa-; pero el Señor lo suple todo cuando es su santísima voluntad. Diciendo esto se levantó, y encargándole el secreto mientras ella viviese, le rogó que al año siguiente volviese el día de Jueves Santo y le trajese la sagrada Eucaristía. «Hasta este día, -añadió con espíritu profético-,  no saldrás del monasterio, ni estarás en estado de poder salir; pero ese día vendrás a la orilla del Jordán, y allí me encontrarás»; tras lo cual le pidió su bendición, y se retiró.
El santo Zósimo, alabando a Dios, que le había descubierto aquella maravilla de la gracia, se volvió a su monasterio, donde pasó todo el año en perpetuo silencio y rigurosa penitencia. Llegada la cuaresma, le asaltó una ardiente calentura que no le permitió salir del monasterio hasta el Jueves Santo, según la profecía de la santa. Este día, obtenida particular licencia de su abad, salió y llegó ya muy tarde a la orilla del Jordán, llevando consigo la sagrada Eucaristía. Apenas llegó, a la luz de la luna descubrió a la santa en la orilla opuesta. Era difícil pasar el río, más la santa, hecha la señal de la cruz, caminó por el agua como si lo hiciese por tierra firme. Asombrado Zósimo, se puso de rodillas; más la santa le levantó recordándole que era sacerdote, y diciéndole que mirase lo que traía consigo. Postrada después en presencia del Santísimo Sacramento, y deshecha en lágrimas, pidió al padre que rezase el Credo y el Padre Nuestro. Esto hecho, le dió el santo la comunión, y penetrada de los más vivos y amorosos sentimientos, levantando los ojos y manos al cielo, exclamó diciendo: «Ahora, Señor, dejad ir en paz a vuestra sierva, según vuestra divina palabra, pues han visto mis ojos la salud que viene de Vos». Y vuelta a Zósimo le dijo: «Padre, otra gracia tengo que pedirte, y es que la cuaresma que viene tengas a bien volver a aquella parte del desierto donde me viste la primera vez, y allí me hallarás como Dios fuere servido». Dicho esto, pidió la bendición, hizo la señal de la cruz, volvió a pasar el Jordán sobre las aguas y se retiró.
Al año siguiente, salió Zósimo y se encaminó al sitio donde dos años antes la había visto por primera vez, bien prevenido para no olvidar preguntarle su nombre; pero ya la halló muerta, tendido en tierra el cadáver tan fresco como si acabara de expirar, y junto a él escritas en la arena estas palabras:
«Padre Zósimo, entierra aquí por caridad el cuerpo de la pobre María, que murió el mismo día de Jueves Santo luego que recibió la sagrada comunión, y no te olvides de rogar a Dios por ella»
Enternecióse Zósimo y derramó algunas lágrimas. Después de haber hecho oración, vió venir hacia él del interior del desierto un león de extraordinaria grandeza. Se sobresaltó, pero al cabo se serenó viendo que la fiera se acercó a la santa y le besó los pies. Acercándose después a Zósimo, le halagaba con blandos movimientos de la cola. Abrió luego con las garras un hoyo bien profundo, y emboscándose otra vez en el desierto, dejó a Zósimo la libertad de enterrar el santo cuerpo, como lo hizo, practicando el oficio acostumbrado en la Santa Iglesia.
El Martiriólogo Romano anuncia la muerte de esta santa el día 2 de abril, pero la fiesta de San Francisco de Paula nos ha obligado a trasladar el día 3 de abril la historia de su admirable vida.
Año Cristiano. P.J. Croisset.


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