De aquí que la persecución, que en manos de los emperadores romanos fue un arma y un escudo para defender el Estado pagano, herido de muerte por el nuevo sistema predicado por los discípulos de Jesús, ha venido a ser en el largo período de revoluciones que han sacudido a las sociedades en los tres últimos siglos, un sistema de gobierno que hace de la ley y de la espada una máquina de guerra destinada a demoler todas las alturas que se opongan a la revolución. Por esto, a pesar de que los caudillos despliegan delante de las muchedumbres el lábaro de la libertad, los movimientos revolucionarios empiezan y acaban por ser una tergiversación de las palabras y una contradicción monstruosa en el mundo de los hechos. Las revoluciones tienen que chocar con la mole enorme que en el corazón de los pueblos, en lo profundo de sus entrañas, ha sido formada por las recias avenidas del tiempo, que es y ha sido siempre corriente impetuosa en que sobrenadan y flotan los sistemas, las ideas, los hechos, cosas todas que fundidas en el alma de las sociedades llegan a ser su patrimonio espiritual. Y como un pueblo no se improvisa ni se demuele en un instante, sino que se necesita el influjo lento y tardío de los siglos, es preciso someter a una tortura sangrienta, implacable y espantosa a los cuerpos y a los espíritus para ir por el camino de las innovaciones. Así se explica que las palabras que se dicen el día sombrío y borrascoso de las revoluciones pierdan su sentido y expresen ideas que están en abierta oposición con su verdadero significado.Todos los que enarbolan la bandera de la revolución tienen que ser perseguidores, porque solamente así pueden trastornar las cosas, desconcertar los espíritus y esforzarse por transformar radicalmente con golpes de violencia lo que ha echado ondas y profundas raíces en el corazón, en el pensamiento y en las costumbres.
Esto movió a Donoso Cortés a pronunciar aquellas palabras tremendas que pueden ser dichas de todas las revoluciones y que son un anatema: «A esa República que se llamó de las tres verdades, yo la desmiento, es la república de las tres blasfemias, es la república de las tres mentiras».
Las revoluciones, por su estructura, por su naturaleza y por el curso que forzosamente le imprimen a las cosas y a sus hechos y para no profanar la majestad augusta de las palabras, deberían declarar que son, que serán, que no pueden dejar de ser la esclavitud más gigantesca que pesa sobre los pueblos. De igual manera deberían afirmar que se consagrarán, como de hecho se consagran, a afilar la espada de la persecución, porque sin ella dejarían de ser lo que son, dejarían de ser el potro en que se hace padecer los más crueles e ignominiosos tormentos al espíritu nacional. La persecución, en su aspecto y en sus líneas generales, en los tiempos antiguos y salvo muy raras excepciones, era fecunda en sangre y en inmolaciones estériles.
Y por esto, cuando el emperador extendía la orden de que algún patricio se abriera las venas, no podía esperarse más que el silencio y la esterilidad de la vida. La persecución vino a trocarse en riego copioso que hizo germinar la semilla de una nueva humanidad, cuando la conciencia del hombre fortalecido por la gracia supo arrancar gestos de gallardía de los rostros de los mártires y la verdad llegó a ocupar su puesto de honor. Hasta entonces la verdad había tenido que ocultarse y huir la presencia del César que, al parecer, no podía menos de llenarlo todo con su figura y con sus sombra. Los filósofos y los artistas temían la persecución contra las ideas y pensaban que había que rendirle a la verdad un culto secreto que no traspasara jamás los límites del santuario invisible del hombre interior. Los cristianos proclamaron la verdad sobre la idolatría del Estado, provocaron la bestia de la persecución y fueron a la arena del circo a esperarla de pie y serenamente. La persecución, antes polvo inerte y sin vida, se volvió limo fecundo y rico que multiplicó el número de los mártires. Desde entonces allí donde se inicia y se consuma una persecución, las energías religiosas se purifican, crecen, se agigantan y sobreviene un fortalecimiento inesperado y magnífico. Y como toda revolución es una gran persecución, la que nos azotó y nos acosó con sus dardos y sus saetas, por la ley misteriosa de los rechazos providenciales, se ha tornado aurora, de noche tenebrosa que fue; se ha convertido en pujanza y desbordamiento incontenible de luchar, de sacrificarse por Cristo, de odio ciego y loco que era cuando se desencadenó.
Por tanto, la persecución en manos de los revolucionarios, aparte de ser un absurdo político y social es un contrasentido en lo que se refiere a sus resultados. Es un absurdo político y social, porque cuando baja la marea de las pasiones y llega a serenarse el mar antes revuelto y alborotado, se vuelve al mismo punto de donde se partió. ¿Se partió de la tiranía? Pues a ella se vuelve sin remedio y sin esperanza; sin remedio, porque las tiranías son enfermedades profundas que no se curan con una noche de tempestad; sin esperanza, porque la desilusión llega a pesar sobre todos los espíritus. ¿Se partió de la esclavitud económica? Pues a ella se torna con el bajel roto y desmantelado, porque los caudillos triunfantes y sedientos de poder y de oro devorarán el erario y será preciso que las cargas económicas crezcan enormemente y, por lo mismo, que las cadenas se estrechen y se desangren los músculos. ¿Se partió de la Cruz para ir en contra de ella? Pues a ella se vuelve con la angustia del hijo pródigo en la cara, la cabeza inclinada y el corazón inflamado de amor. Y es que la persecución que es dolor, que es noche profunda, que es herida honda y ancha, abre los ojos del espíritu, despierta el afán de los infinito y de la luz y las almas se tiemplan, se orientan hacia el Calvario y van hacia él. «No se puede ser ateo, -escribía hace tiempo en estilo brillantísimo durante la guerra europea Mr. Lavedan-, frente a un cementerio nacional».
En tanto el fervor religioso crecía e inflamaba con su fuego ardiente el corazón de los católicos. Cada hogar fue propiamente un templo, tanto porque en todos se oraba y se adoraba a Dios devotamente, como porque se impartía la enseñanza religiosa y se mantenía sereno y fuerte el entusiasmo por la santa cruzada. Señoras, señoritas, jóvenes, ancianos y niños asistían puntualmente a atender los centros de catecismo y a preparar así el alma de los niños para las cruzadas del porvenir.A los puntos antes señalados se añadió otro de mayor importancia, a saber: abstenerse de entrar en los templos, aunque estuvieran abiertos y de ir a Zapopan y a San Pedro, poblaciones muy próximas, donde el culto continuaba aún.
De este modo la espada del verdugo al herir el corazón del pueblo, para perseguir a Cristo, provocó un resurgimiento y de nuevo el dulce Mártir de la Cruz reinó soberanamente sobre los corazones y los hogares.
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