EL PODER DE PERDONAR LOS PECADOS

Después de haber muerto en la Cruz, el día de su resurrección Jesús se presentó a sus discípulos y les dijo: «Como el Padre me envió, así Yo os envío a vosotros». Al decir esto sopló sobre ellos y añadió: «Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonáreis los pecados les serán perdonados, y a quienes se los retuviéreis, les serán retenidos». (San Juan, XX, 13).


EL CLARO SENTIDO DE LAS PALABRAS EVANGÉLICAS


Por estas palabras confirió una inmensa potestad a sus sacerdotes: (es decir, a sus Apóstoles y a los que ellos ordenaron como sucesores) la potestad de perdonar los pecados a los hombres y de que los pecados de los hombres no se perdonen sino bajo la dependencia de esa potestad concedida a los sacerdotes de Cristo. ¡Potestad inconcebible! ¿Que hombre sería tan loco para atribuírsela, si no fueran tan claras las palabras del Salvador?

Porque Jesucristo, Dios, jamás dijo palabras falsas ni inútiles. Ahora bien: esas palabras de Jesucristo: ‹A quienes perdonáreis›, etc; serían falsas e inútiles, si no se confirieran a los Apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados, y si independientemente de ese poder pudieran los hombres recibir el perdón de sus culpas.

Serían falsas aquellas palabras, si los Apóstoles no pudieran realmente perdonar o retener los pecados.

Y serían inútiles, si cuando ellos perdonan los pecados otra potestad los retuviera, o cuando ellos los retuvieran, otra potestad los perdonara.

Igualmente serían esas palabras de Cristo inútiles e ilusorias, si todo pecador no quedara obligado a manifestar sus pecados al hombre que recibió el poder de perdonarlos. Porque si para recibir el perdón, bastara confesarlos sólo a Dios, ningún pecador vencería la repugnancia a manifestara sus pecados, y entonces serían vanas las palabras tan categóricas de Jesucristo.

Así se comprende qué anticristiano y lamentable es el error de los protestantes que dicen: “Creemos en la libertad y dignidad de la conciencia y su responsabilidad sólo ante Dios. Por lo tanto, nos confesamos directamente a Él. Negamos la razón o necesidad de la confesión auricular” (Credo Evangélico).

Cuando Jesucristo, Dios, dispone una cosa, no hay libertad ni dignidad de conciencia en hacer lo contrario. Cuando Jesucristo, Dios, hace necesaria la confesión auricular, no valen nada todas las afirmaciones protestantes.

Las palabras usadas por el Salvador: «perdonar los pecados», «retener los pecados», contienen, en su estilo oriental, una evidente alusión a la sentencia absolutoria o condenatoria de los tribunales de justicia ante los delitos humanos. Esto nos enseña la naturaleza judicial del que llamamos Tribunal de Penitencia. El supone que el juez debe necesariamente conocer la culpa, antes de dar sentencia; lo contrario sería irracional. Y ¿cómo conocer la culpa? Es claro que por una acusación.

Pero hay que comprender la gran bondad divina en el establecimiento de este Tribunal de penitencia, constituido para bien de los hombres.

En el tribunal humano uno es el reo, otro el acusador. El de la Penitencia tiene un respeto tan delicado a la sinceridad de la conciencia humana, que el culpable es el acusador de sí mismo, y no se admite otro acusador. Por su parte el sacerdote se guía por éste principio: “Hay que dar crédito a la palabra del penitente, ya hable en su contra ya en su favor”.

En el tribunal humano, crimen probado trae sentencia de castigo, y el crimen, la sentencia y el castigo son la medida de la deshonra ante los demás. En el Tribunal de la Penitencia el crimen queda totalmente destruído: el penitente ya no es infame a los ojos de Dios.

Y en fin, en el tribunal humano, los delitos son traídos y llevados entre muchas personas y la sentencia y el castigo se hacen públicos. En el Tribunal de la Penitencia, la declaración de los pecados y la misma sentencia quedan bajo el más profundo de los secretos (sigilo sacramental), y el sacerdote que faltara a éste secreto cometería un pecado gravísimo. La Iglesia impone una terrible sanción a éste pecado que, fuera del peligro de muerte, no puede ser absuelto sino por el Sumo Pontífice, con especialísimas condiciones.

LA PRÁCTICA DE LA CONFESIÓN ORAL EN LA IGLESIA


Acerca de la confesión, como acerca de los otros Sacramentos de la Iglesia, los Protestantes propagan incansablemente sus afirmaciones anticatólicas llenas de ignorancia de la historia o de imperdonable mala fe. De la confesión oral hecha al sacerdote han dicho que fue impuesta por primera vez por el Papa Inocencio III, en el siglo XIII, es decir, en el Concilio IV de Letrán, en el año 1215.



Entre innumerables documentos de la antigua literatura eclesiástica, vamos a escoger sólo unos pocos de los primeros siglos hasta el siglo VI, pues en los siguientes los testimonios son a cada vez más copiosos, y los pocos que citamos bastan para hacer ver con evidencia la falsedad y audacia de las propagandas protestantes.

La Didajé [1] o la Doctrina de los Doce Apóstoles es un libro doctrinal y litúrgico redactado en la comunidad cristiana de Roma entre los años 90 y 99, según los historiadores católicos y protestantes. En el capítulo 4, n. 14, da este precepto: «Confesarás tus pecados en la iglesia, y no te acercarás a la oración con la conciencia mala». La palabra original confesarás (exomológuese) se refiere a la confesión oral privada hecha al sacerdote. No se refiere a una confesión pública, pues la Iglesia nunca la prescribió en general; ni tampoco una confesión hecha a Dios solo, pues es innecesaria para quien todo lo ve, y además no es preciso hacérsela en la iglesia.

Tertuliano en su libro De Pænitentia, escrito hacia el año 200, señala como una de las partes de la exomologuesis o confesión el «postrarse ante los presbíteros» y añade: «Me temo que muchos o rehuyen o difieren de día en día la declaración de sus pecados, más atentos a la vergüenza que a su salvación»… «Pero, si ocultamos algo a la noticia del hombre, ¿ya con eso lo ocultaremos a Dios?[2].

San Cipriano, Obispo de Cártago, mártir en 258, exhortaba a los fieles: «Cada cual, hermanos, mientras vive, confiese su pecado, mientras puede recibirse su confesión, mientras es grata ante Dios la satisfacción y el perdón dado por los sacerdotes».[3]

San Ambrosio escribía en el año 385: «Quiénes puedan atar y desatar los pecados y quienes no puedan se ve con claridad por aquellos a quienes Cristo lo concedió. La Iglesia puede atar y desatar, la herejía no puede, porque ésto fue concedido sólo a los sacerdotes».[4]

San Paciano, sabio Obispo de Barcelona, muerto en 391, en una de sus tres famosas Cartas contra el hereje Semproniano, le redarguye así, como en previsión de una objeción protestante: «Dirás que sólo Dios puede perdonar los pecados. Es verdad; pero también está el poder de Dios el hacerlo por medio de sus sacerdotes, Porque ¿qué otra cosa es lo que dice a los Apóstoles: “Lo que atáreis en la tierra será atado en el cielo, y lo que desatáreis en la tierra sera desatado en el cielo?”.» [5]

San León Magno escribía en su Carta a todos los obispos de Campania el 6 de marzo del año 459: «Para la penitencia que se pide a los fieles, no se lea en público una confesión de los pecados, pues basta que la culpa sea manifestada sólo a los sacerdotes en confesión secreta. [6]

Y en fin, San Gregorio Magno, al hacer mención de la potestad de perdonar y retener los pecados dada por Cristo a los Apóstoles dice en una homilía del año 549: «Los Apóstoles participan el principado del juicio divino, para que en nombre de Dios perdonen unos pecados y otros no. Y en verdad, los obispos son en ésto sucesores de los Apóstoles. Aquellos reciben autoridad para atar y desatar, que participan en ese grado del gobierno de la Iglesia. Gran honor, ¡pero gran responsabilidad la de tal honor!.. [7].

Notas:
[1] Didajé es la primera palabra del título griego: Didajé ton dódeka Apostolon.
[2] De Pænitentia, cap. X.
[3] De Lapsis (Los que volvieron al gentilismo) cap. XXVIII.
[4] De Pænitentia, Lib. I, cap. II, n. 7.
[5] Epístola 1ª, cap. VI.
[6] In Evangelia Homiliæ, Lib. II. Homilía 26, n. 4.


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