“QUÉDATE CON NOSOTROS, JESÚS, PORQUE LA TARDE ESTÁ CAYENDO”



Ya no hay duda, por poco que se abran los ojos, de que la “reforma litúrgica de Bugnini y compañía, que inició en 1965 y se aplicó en 1969-1970, fue una ruina para la Iglesia y la santa liturgia. Lo reconoce desde hace años Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI.
Se echó de ver enseguida la desacralización de la Santísima Eucaristía que conducía a la “reforma litúrgica”. No olvidaré algunos curas ejemplares que se negaron a celebrar la misa según el nuevo rito. Tampoco el padre Pío de Petrelcina celebró nunca según el rito nuevo. Ni tampoco monseñor Domenico Bertolucci, director de la capilla sixtina, ha celebrado “secundum Bugnini”, lo que no impidió que Benedicto XVI lo creara cardenal.
Ya en 1965 se había difundido la herejía según la cual no se verifica, en la celebración de la eucaristía (nótese que no se dice “misa”, vocablo este que significa “oblación y sacrificio”), la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, en el propio Cristo, como ha enseñado siempre la Iglesia, sino sólo la “transignificación” o la “transfinalización” del pan y del vino; es decir: dichos productos asumen sólo, sin dejar de ser tales, el significado y la finalidad de simbolizar la presencia de Jesús. Se trata, en resumidas cuentas, de algo así como ir a tomar café a casa de la tía de uno: ¡el café no es la tita, pero simboliza su amor! “La eucaristía desustancializada”, escribió Romano Amerio en su Iota Unum.
El papa Pablo VI intervino con la encíclica Mysterium Fidei (3 de septiembre de 1965) para ratificar la doctrina tradicional de la Iglesia. Este acto honró su magisterio pontificio, pero no mudó la situación, porque los disidentes, los herejes,  (ése es su nombre verdadero) renitentes a la enseñanza papal, como los de Cafarnaúm a la de Jesús cuando éste les habló sobre el pan de vida («y el pan que yo les daré es mi carne, vida del mundo», Jn. 6, 22-58), continuaron propalando sus blasfemias contra Jesús Eucaristía y llegaron a ser “legión”.
Pululan hoy los “movimientos eclesiales”, cuyos miembros, en lugar de celebrar en el altar el sacrifico del cuerpo y la sangre del Señor, “se convidan a comer” en la iglesia, como si estuvieran en un mesón; parece evidente por sus “catequesis” que no creen ni en la redención, ni en la Santísima Eucaristía, ni en la presencia real y el sacrificio de Jesús, tal y como la Iglesia los ha enseñado siempre. Recientemente se respondió a quien se lamentaba de que algunas de las celebraciones de dichos movimientos eran sacrílegas: «Esos no comenten ningún sacrilegio porque no creen en la transustanciación, sino en la transignificación»; por eso, ¡aleluya!, si el pan y el vino se caen al suelo y se pisan no se comete sacrilegio alguno. ¡Pero entonces, señores, la celebración no es válida porque no se pretende hacer en ella lo que hace la Iglesia! Da miedo sólo pensarlo, ¿y qué hace la autoridad suprema a este propósito?

Inmolados por la Misa

Aun sin llegar a cosas tan horribles, sabemos que, desde hace varios años, “ilustres teólogos” no celebran ya la misa a diario, sino tan sólo en domingo, y ello siempre cuando venga bien. Romano Guardini, p. ej., a quien se consideraba un “numen” (*) tocante a la liturgia y “maestro de los que saben”, celebraba solamente el domingo, según refirió a Avvenire el ama de llaves de Adrrienne von Speyr (15 de agosto de 1992). Otros, numerosísimos, se limitan a concelebrar, de manera que se reduce a mucho el número de las misas, con daños harto graves para los fieles, las almas del purgatorio y toda la Iglesia.
A despecho de todo eso, hay varios fieles, incluso jóvenes, que recorren multitud de kilómetros para participar en la misa cada día, prontos a todos los sacrificios. Tienen el mismo espíritu que cuantos murieron mártires en el pasado por el santo sacrificio de la misa. (Sine Dominico non possumus!: ¡No podemos estar sin el cuerpo del Señor), como, verbigracia, los mártires ingleses, a los que Benedicto XVI recordó en su viaje a Inglaterra.
Fueron miles los mártires católicos que sacrificaron su existencia a lo largo de casi todo el siglo XVI, desde que Enrique VIII se separó de la Iglesia de Roma en 1534 y se autoproclamó cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
Los primeros mártires fueron un grupo de cartujos que el 4 de mayo y el 19 de junio de 1535 inmolaron su vida en las horcas de Tyburn, cerca de Londres, por no haber querido separarse de la Iglesia Católica. Víctimas ilustres de Enrique VIII fueron el cardenal Juan Fischer y Tomás Moro, gran canciller del reino, que pagaron con el sacrificio  de sus personas la negativa de reconocer la “supremacía” del rey.

Thomas Crammer
Thomas Crammer (1489-1556) fue nombrado arzobispo de Canterbury en 1533; odiaba la misa como si se tratara de un enemigo vivo y negaba la transubstanciación, la presencia de Jesús y la oblación sacrificial del Salvador que hace el sacerdote en todo altar, idéntica a la que hizo Cristo en el Calvario, en expiación de los pecados y por la salvación de las almas. bajo el reinado del jovencísimo rey Eduardo VI, Crammer se movió de manera subrepticia y resuelta hacia la eliminación total del santo sacrificio de la misa con la publicación, en 1549, del primer Book of Common Prayer ["Libro del rezo común" o libro de oraciones de la Iglesia Anglicana, también denominado "Libro de la liturgia anglicana"], un texto harto ambiguo cuyo objeto era transformar la misa católica en cena protestante, finalidad esta que sería más evidente con el segundo Book of Common Prayer, de 1552. La “nueva liturgia”, auténtica negación de la santa misa católica, se proponía, según parece, privar de su raíz la misa, para así secar al catolicismo inglés, una planta que había brotado en los primeros siglos de la era cristiana como fruto de la obra litúrgica y evangelizadora del papa San Gregorio Magno (590-604).
Por desdicha, la infaustísima maniobra, sostenida por el demonio, estaba destinada a ser un éxito en gran parte («¿Quiénes son los Crammer de hoy?», se preguntaba monseñor Spadafora). Luego de subir al trono Isabel I, el Acta de Uniformidad prohibió la misa católica en 1559 (a la que se denominaba peyorativamente “la misa papista”), se impuso a los ingleses las herejías luterana y calvinista y se proclamó que el catolicismo no era sino un montón de invenciones idolátricas.
Haciendo gala de un odio anticatólico implacable, Isabel volvió obligatoria, bajo penas gravísimas, la participación en el nuevo rito anglicano establecido por Crammer (quien, sin embargo había muerto en la hoguera entretanto; ¡ojo pues!: el que ataca a la Eucaristía acaba mal). Esto constituyó la mayor desgracia para los católicos: no poder participar ya del sacrificio del Señor ni alimentarse de Él, víctima inmolada al Padre por la salvación del mundo. A los obispos “refractarios”, fieles a Roma, los sustituyeron otros dóciles a la reina, mientras que un número creciente de curas y seglares fueron a parar a la cárcel, con destino final en el patíbulo. Se iniciaba así la era de los mártires en Inglaterra, y la sangre de los católicos comenzó a bañar el suelo británico. Pero ¿quién diablos habla o escribe de ello? ¿Quién pide perdón por ello a la Iglesia Católica?

El seminario de los mártires

El futuro cardenal Guillermo Alien (1532-1549) fundó en Douai, luego en Reims (Francia), un seminario para la formación de los jóvenes sacerdotes que se enviaban luego a su patria, a Inglaterra, para sostener allí a los católicos y convertir a los anglicanos. También bajo los auspicios de Alien se transformó en seminario, con el mismo propósito, el colegio inglés de Roma en 1578. Los curas formados en estos seminarios, en las congregaciones y en las órdenes religiosas, en primer lugar en la joven compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola, ya sabían lo que les esperaba al embarcarse para Inglaterra: el martirio más atroz, a veces a la misma llegada al puerto; otras, después de pocos meses de apostolado clandestino. El colegio inglés de Roma se mereció el título glorioso de Seminarium Martyrum, Seminario o Semillero de Mártires. El camino que llevaba de Roma a Reims, y de ahí a tierras inglesas, se convirtió en el “camino del martirio”.

Isabel I de Inglaterra
Isabel I, pelirroja y de tez blanca, odiaba en especial a los curas, endurecidos sobremanera y prontos a inmolar su juventud para garantizar a los católicos ingleses  el tesoro más sublime que se puede tener, el santo sacrificio de la misa (que distintos, ¡ay dolor!, de ciertos curas y obispos de hoy, siempre “preocupados” porque las misas son demasiadas según ellos). El primer mártir de aquellos sacerdotes fue el padre Cuberto Mayne, al que descubrieron en 1557 y colgaron el 30 de noviembre del mismo año. Imposible escribir los nombres de todos: viajaban por todas las regiones del reino predicando, confesando, celebrando la santa misa en las casas de los católicos, donde se daban cita grupos de fieles igual de heroicos. Cuando se celebraba la misa, los fieles encontraban la fuerza de afrontar cualquier dificultad, incluso las torturas más atroces, si los descubrían junto con sus sacerdotes.
Isabel, entretanto, movilizaba a espías y esbirros para cazar a los “papistas”, culpables de sólo un gran delito: de ser sacerdotes y ofrecer el santo sacrificio de la misa, o bien, si eran seglares, de seguir siendo católicos y asistir al mismo sacrificio.
Resplandece en estos mártires, con una grandeza singular, el joven jesuita Edmundo Campion, que pudo cosechar algunos frutos de su labor y enviar una carta a la reina, un documento que se conoce como “la provocación de Campion”, en la cual desmentía la calumnia que se hacía objeto a los curas católicos al llamarlos traidores al Estado y afirmaba su misión sacerdotal: «Llevaremos con alegría la cruz que nos impongáis, y no desesperaremos nunca de vuestra conversión mientras haya uno sólo de nosotros presto a gozar de las alegrías de vuestro Tyburn o a soportar las torturas de vuestras prisiones». El padre Campion subió al patíbulo el primero de diciembre de 1581.

Por odio a la Misa

También estaban destinados a la muerte  los fieles seglares que ayudaban a los sacerdotes, como le sucedió, por citar sólo un  nombre, a Margarita Cliterow, que pagó con la muerte más atroz la hospitalidad que había brindado a los ministros de Dios. Los edictos de persecución se multiplicaron. La reina decidió en 1585 que cualquier hombre nacido en Inglaterra fuera reo de traición si, después de haber recibido la ordenación sacerdotal en otro país, ponía un pie en suelo inglés. La pena por ello era la de ser ahorcado y luego descuartizado todavía vivo. Todo eso para privar cada vez más a los católicos de la santa misa.
Los primeros a quienes se aplicó la nueva ley fueron el padre Hugh Taylor y el seglar Marmad de Bowes, que fueron ajusticiados el 27 de noviembre de 1585 en Cork. La persecución de Isabel contra los católicos prosiguió hasta su muerte, en 1603; tras ésta empezaron a circular unos rumores según los cuales ciertas noches se veía, sobre el Támesis, como un fantasma que decía entre gemidos: «He tenido  más de cuarenta años de reinado… y ahora el Infierno» (lo repito: cuidado con atacar a la Eucaristía y al sacerdocio; Nolite tangere christos meos, reza el salmo 105, 15).

San Juan Ogilvie, presbítero y mártir
Con eso y todo, la era de los mártires no acabó con la muerte de Isabel. En aplicación de la ley de 1585 murieron 25 bajo el rey Jacobo I, 24 bajo Carlos I y 25 bajo Carlos II. El más ilustre de todos fue el padre Juan Olgivie, jesuita escocés, ahorcado en Glasgow en 1615, a los 35 años de edad. Proclamada la república (1646), Oliverio Cromwell, que odiaba la misa y el sacerdocio católico, puso precio a la cabeza de los sacerdotes: se cobraba por matar a un cura la misma cantidad que por matar a un lobo. Muchos curas fueron deportados a las islas Barbados desde la Irlanda católica, que no había aceptado nunca el cisma ni la herejía de Enrique VIII y Crammer. Muchas propiedades fueron confiscadas. La persecución también aspiraba en extirpar la fe católica en Irlanda extinguiendo la presencia del Señor Jesús en la Eucaristía. La última víctima fue el Arzobispo primado de Irlanda, monseñor Oliverio Plunkett, ejecutado en Londres el 11 de julio de 1861.
La mayor parte de estos mártires, sacrificados no sólo in odium fidei, sino  también in odium missae, fueron elevados a los altares por los pontífices, desde León XIII a Juan Pablo II. Robert Hugh Benson (1871-1914), converso del anglicanismo (era hijo del arzobispo anglicano de Canterbury) y sacerdote católico, también gracias al sostén del papa San Pío X, dedicó su estupenda obra ¿Con qué autoridad? (Milán, 1987), que invitamos a leer, a la epopeya de estos mártires. Escribió en ella conmovido: «Era la misa lo que el gobierno inglés consideraba un delito, y era por la misa por lo que criaturas de carne y hueso estaban dispuestas a morir. Mas era también gracias a la misa por lo que el católico perseguido poseía una vida espiritual tan profunda que superaba todas las dificultades: el centro de esas vidas era ni más ni menos que la misa».
San Alfonso María de Ligorio escribía lo siguiente, en su áureo libro La misa maltratada (1760), un siglo después de esta barbara persecución: «abolir la misa es obra del Anticristo». Se lo dijimos a ciertos curas de hoy, que “maltratan la misa” o no quieren celebrarla, mientras que los católicos ingleses martirizados por ella, acaso los más eucarísticos de toda la Iglesia, testimonian -un testimonio que es también para nosotros- que la misa debe ser el centro de nuestra vida, o mejor dicho, la vida de nuestra vida. La misa -sólo la misa papista, la misa católica- es el sacrificio perenne de adoración a Dios y de expiación de los pecados; es el don más grande, infinito y eterno, que nos legó Jesús, nuestro redentor: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn. 10, 10), y sepan llegar hasta el martirio si fuera menester, para apresurar, después de casi medio siglo de confusión, de abusos de profanaciones, una auténtica primavera de santidad y de vocaciones realmente católicas enla Iglesia y en el mundo.

“¡Quédate con nosotros Señor!”

Sí, hubo “locos” que dieron la vida -su juventud en flor- en defensa de la pequeña Hostia, para declarar al mundo que contiene a Jesús, o mejor dicho, que es Jesús vivo y verdadero, ofrecido en sacrificio. También hoy hay “locos” de esos, prestos a dar la vida por Él: «No podemos prescindir de Jesús Hostia -me dijo un joven con su esposa-¿Que seríamos sin Él». Y un cura joven, que al verlo y oírlo le parece a uno estar en presencia de un ángel, dijo: «Mi existencia es dificilísima en este mundo de hoy; pero yo, pequeña nada, celebro la misa todas las mañanas. Con ÉL soy un conquistador». 

san Pedro Julián Eymard
Y gracias a “locos” así es como es posible que, pese a la desacralización eucarística presente, Jesús siga todavía con nocotros. EL gran enamorado de la eucaristía, san Pedro Julián Eymard (1811-1868), escribió: «Jesús está en la eucaristía sólo por amor al hombre: su amor infinito hace que permanezca de día y de noche al lado del hombre con todos los dones y las gracias del Cielo. ¿Por qué los hombres son tan indiferentes? Y si los cristianos siguen abandonando a Jesús, ¿no les quitará el Padre Celestial a su Hijo muy amado, tan despreciado? ¿No se lo ha quitado ya a muchos pueblos y reinos, que se sientan ahora en las sombras de la muerte».
Siendo esto así, ¿que será hoy de nosotros?
¡Jesús, no nos dejes! Te desagraviaremos. Te haremos compañía. Nos ofreceremos contigo en expiación. Arrodillados ante ti te lo pedimos: No nos dejes. ¡Quédate con nosotros Jesús!

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(*) Numen: esta voz latina significa, según el diccionario, "persona a la que se exalta por sus méritos casi divinos (en sentido enfático)".
Candidus. Sí sí no no. Verano 2011



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