Fe y Milicia: la guerra justa

Fe y Milicia
Después de largos siglos de Cristiandad, y desde los comienzo históricos de la misma, no se entiende que haya aún quienes levanten banderas pacifistas u objeciones de conciencia ante la vida militar, invocando para ello posiciones cristianas cuando no católicas. Menos se entiende o se justifica la predica y la practica de una espiritualidad que, en aras del ecumenismo o de la inserción en el mundo, conduce al creyente a la deserción de sus obligaciones como miembro de la Iglesia Militante.
El pacifismo, es un error que no puede apoyarse en las Sagradas Escrituras ni en la Tradición, ni en el Magisterio. De allí que sus sostenedores  más entusiastas haya que buscarlos entre las filas heréticas, o entre modernistas y progresistas, que son un conglomerado de todas las herejías, o entre sectarios confesos al estilo de los cuáqueros, los anabaptistas o los testigos de Jehová; o entre confundidos de buena fe, como podrían ser Tolstoi o el austriaco J. Ude. Y por supuesto entre ideólogos de diverso signo, al modo de Ghandi o de Luther King, en quienes lo más reprochable -amén de sus opciones políticas que no juzgamos ahora- es haber  apelado a la moral cristiana para convalidar sus desvaríos.
No pueden tomarse por pacifistas ni como precursores de tal alternativa, a  aquellos hijos fieles de la Iglesia que sin discutir la legitimidad de la guerra justa ni negar la armonía entre la Fe y la Milicia, fueron infatigables y honestos defensores de la paz y criticaron con razón las guerras de su tiempo, negándose incluso en algún caso, -con todo derecho- a tomar parte de las mismas.
Pensamos por ejemplo, en los Franciscanos de Rimini, apoyados por Honorio II, en Santo Tomás Moro o en Juan María Vianney. Pero la Orden de San Francisco engendró también al heroico San Juan de Capistrano, el canciller de Enrique VIII -que no se opuso a las guerras emprendidas políticamente por el monarca- fue un modelo de valentía rubricado con sangre, y el Santo Cura de Ars se negó a invadir España con las tropas napoleónicas. Son más bien ejemplos de ilustre militancia cristiana. La paz no consistió para ellos en ese amasijo de equilibrios que predicarían después los hombres de la Ilustración, por el que se diluye la justicia y se igualan las creencias sino -paradójicamente-  algo muy relacionado con la guerra y con la victoria. Guerra y victoria sobre las presiones y los temores, sobre los afectos desordenados y las tentaciones fáciles.
Paralelamente a la heterodoxia del pacifismo, la Iglesia fue consolidando y puliendo una doctrina ortodoxa de la guerra justa. Se encuentra en San Ambrosio y en San Agustín; en las páginas del Do officiis del primero, cuando legitima la fuerza que se usa en pro de la Patria, de los débiles y de los amigos, y en distintos escritos del segundo, principalmente en su Carta al tribuno Marcelino y al General romano Bonifacio. También San Atanasio justifica y encomia al que pelea en defensa del Bien (cfr. Ad Amunem Monacum) sin que ninguna de estas posturas suponga algún asomo siquiera de menosprecio por la paz, o de apoyo insensato a arbitrarias contiendas ofensivas. El soldado cristiano ama la paz y busca, pero conoce que muchas veces es necesario alcanzarla y sostenerla por la vía del combate.
“Ninguna guerra puede ser justa, a no ser por causa de vindicta o para rechazar al enemigo”, enseñará San Isidoro (Etimología, XX), pero en esos casos la acción punitiva será un recurso honesto. Y de tanta honestidad que, al decir de Nicolás I, estando en juego las leyes de Dios, la defensa propia, “la de la patria y de las normas ancestrales”, ni siquiera la Cuaresma podría suspenderla o postergarla (Responsa Nicolai ad consulta Bulgarorum, 46). Defender a Dios y a la Patria son obligaciones tan graves para el cristiano, que por cumplirlas debe estar dispuesto a armarse en la “milicia temporal”, con una conducta tal -dice Radero- “que no pierda en modo alguno el alma que vive para siempre” (Praeloquiorum Libri sex, I, 11). Opiniones firmes y unívocas que de un modo u otro reiteraron Pedro Damián o el Obispo Rufino, San Anselmo de Canterbury o Yves de Chartres, Abelardo o Alejandro II.


En el esplendor del siglo XIII, sus sabios y sus santos vuelven a reiterar la doctrina de siempre Raimundo de Peñafort en la Summa de Pænitentia, Enrique de Susa en su Summa Aurea, Alejandro de Hales en De lege punitionis y el gran Buenaventura quien comentando el Evangelio de San Lucas, dirá rotundamente que «Hay causa conveniente (de guerra lícita) cuando se trata de la tutela de la patria, de la paz o de la fe» (Commentarium in Evangelium Lucas, III, 34). Otro tanto se encontrará en los tratadistas de las centurias posteriores, autores de grandes Summas orientadoras como la Artesana, la Pisana o la Angélica, hasta que en la España del siglo XVI brillan las cumbres de la teología abocadas a tan candente problema. Los nombres de Vitoria, Cayetano, Martín de Azpilcueta, Domingo de Soto o Melchor Cano no necesitan presentación ni comentario, aunque el especialista pudiera -con todo derecho- señalarnos otros tantos como los de Alfonso de Castro, Diego de Covarrubias, Domingo Bañez, Luis de Molina o Francisco Suárez. Los argumentos fluyen y discurren apasionadamente, ora en contradicción, ora en concordia, ricos en casos, ejemplos, situaciones y condiciones, pero nadie cree que le católico deba claudicar pasivamente en la defensa de sus principios y que los Estados conducidos por auténticos hombres de Fe hayan de resignar su soberanía espiritual y material.
Así, que la Fe Católica recupere su verdadera espiritualidad, alejada de engaños pacifistas y de las majaderías mundanas, del emocionalismo y de la sensiblería, del psicologismo seductor y de la cómoda minimización de la santidad, del racionalismo que ahoga la vida contemplativa y del voluntarismo que ensancha desordenadamente al sujeto. Alejada de tantas actitudes activistas, subjetivas y casuistas, y del fatal irenismo que  -como al personaje mitológico que da origen a la expresión- puede conducirla a la muerte, en aras de una falsa y forzada concordia de opuestos.
Que vuelva a predicarse la certidumbre de la Realeza de Cristo y el orgullo de sus defensores y sus pregoneros, sus heraldos y sus combatientes.






 

El deber cristiano de la lucha. Antonio Caponnetto



Gostou? Clique no link abaixo e conheça o blog que publicou essa postagem!
LA GUERRA JUSTA

Nenhum comentário:

Arquivo