P. CERIANI: SERMÓN DE LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Muchísimo daño nos causaron un varón y una mujer; pero, gracias a Dios, igualmente por un varón y una mujer se restaura todo, dice San Bernardo.

El Santo Doctor continúa: Y no sin grande aumento de gracias. Porque no fue el don como había sido el delito, sino que excede a la estimación del daño la grandeza del beneficio. Así, el prudentísimo y clementísimo Artífice no quebrantó lo que estaba hendido, sino que lo rehízo más útilmente por todos modos, es a saber, formando un nuevo Adán del viejo y transfundiendo a Eva en María.
Y, ciertamente, podía bastar Cristo, pues aun ahora toda nuestra suficiencia es de Él, pero no era bueno para nosotros que estuviese el hombre solo. Mucho más conveniente era que asistiese a nuestra reparación uno y otro sexo, no habiendo faltado para nuestra corrupción ni el uno ni el otro.
Así, pues, ya no parecerá estar de más la Mujer Bendita entre todas las mujeres, pues se ve claramente el papel que desempeña en la obra de nuestra reconciliación, porque necesitamos un mediador cerca de este Mediador; y nadie puede desempeñar tan provechosamente este oficio como María.
¡Mediadora demasiado cruel fue Eva, por quien la serpiente antigua infundió en el varón mismo el pestífero veneno!
¡Pero fiel es María, que propinó el antídoto de la salud a los varones y a las mujeres!
Aquélla fue instrumento de la seducción, Esta de la propiciación; aquella sugirió la prevaricación, Esta introdujo la redención.
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Estas hermosas palabras del San Bernardo nos sirven de introducción y resumen para contemplar en su justa medida el dogma cuya festividad ocupa hoy nuestra atención: la Asunción de María Santísima en Cuerpo y Alma a los Cielos. Digamos algunas palabras sobre los diversos aspectos del mismo.
En primer lugar, en cuanto a la incorrupción del Cuerpo de la Virgen Santísima, debemos creer que Dios le conservó con la misma entereza que tenía en vida; porque esta Señora, aunque fue concebida por orden natural de los demás hombres, por especial privilegio fue preservada su alma de la corrupción de la culpa. Así también, por privilegio especial, fue preservado su cuerpo de la corrupción, que fue pena de la culpa, de modo que no cayese en aquella maldición que echó Dios al hombre cuando le dijo: Polvo eres, y en polvo te convertirás.
Las causas de este privilegio fueron tres.

La primera, en premio de su pureza virginal, la cual fue milagrosa y nunca oída, con gran firmeza de voto y con grande constancia por toda la vida; y así, había de ser premiada con premio milagroso y extraordinario, pero muy proporcionado, conservando la entereza de cuerpo tan puro, sin corrupción por toda la eternidad.
La segunda causa fue en premio de la extraordinaria y milagrosa pureza y santidad de su alma, en la cual nunca hubo gusano de culpa que la mordiese, ni polvo de pecado que la manchase, ni resabio alguno del Adán terreno; y así era muy conveniente que los gusanos no tocasen su cuerpo, ni se convirtiese en tierra o polvo, a semejanza del Cuerpo del Adán celestial, de cuya santidad dijo David: No permitirás que tu santo vea corrupción.
De aquí nace la tercera causa, porque así convenía a la honra de Cristo Nuestro Señor, cuya carne era como una misma cosa con la carne de su purísima Madre, por haber sido tomada de ella; y como su carne nunca experimentó corrupción, así, dice San Agustín, era razón que no la experimentase la carne de su Madre, en la cual estaba en cierto modo la de su Hijo.
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Entrando más profundamente en este punto de la inseparable unión del Cuerpo y del Ama de Nuestra Señora debemos considerar que la primera causa de este favor fue porque como el Hijo de Dios ama tanto a su Madre quiso cumplir y llenar, no solamente los deseos que su alma benditísima tenía de ver a Dios, sino también el deseo natural que tienen de reunirse con su cuerpo las almas de los bienaventurados, las cuales, como se dice en el Apocalipsis, claman con clamor de gran deseo por la resurrección de sus cuerpos.
Como el Cuerpo y Alma de la Virgen siempre estuvieron muy unidos y conformes en cumplir la voluntad de Dios, razón era que Dios no los separase y lo conservara unidos, para que con la misma conformidad siempre le alabasen en el Cielo.
Esto sucedió también para darnos esperanzas de nuestra propia resurrección; y con esto despertar en nosotros grandes deseos de ir a verla, pretendiendo y buscando, no las cosas de la tierra, sino las cosas del Cielo, donde está Cristo y su Madre, sentada a su diestra.
¡Oh! ¡Qué alegre estaría esta Señora con este nuevo beneficio, y cuán de veras renovaría su acostumbrado cántico!, diciendo: Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha hecho en mí grandes cosas el que es Todopoderoso, glorificando mi Alma y también mi Cuerpo.
¡Qué gozoso estaría aquel Cuerpo sacratísimo viéndose unido con aquella benditísima alma glorificada, y recibiendo por ella las cuatro dotes de gloria! Quedó mil veces más resplandeciente que el sol, y hermosísimo sin comparación más que la luna llena; quedó inmortal, impasible, ligero y todo espiritualizado, sin temor de hambre, ni de frío, ni de cansancio, ni de otra alguna miseria, porque todo esto se acabó, viviendo una nueva vida.
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Se ha de considerar en especial la Asunción del Cuerpo glorificado de la Virgen al Cielo.
Aunque no sabemos el modo cómo esto pasó, podemos meditarlo a semejanza de la Ascensión de Cristo Nuestro Señor, imaginando que millares de Ángeles cantando músicas celestiales, y que darían voces a su Rey y Señor, diciéndole aquello del salmo: Levántate, Señor, a tu descanso, Tú y el arca de tu santificación; porque tu descanso será llevar contigo el Arca donde estuvo depositado el tesoro infinito de la santidad.
Luego comenzó a subir esta soberana Arca en brazos de querubines y serafines, rompiendo por esos aires con júbilos de inefable gozo y alegría, y penetró todos los Cielos, hasta llegar al Cielo empíreo.
Recibióla con sumo regocijo su amado Hijo, poniéndola, como Salomón, en el Santo de los Santos y lugar más alto y levantado de aquel templo celestial. Coronóla como al arca, con una corona de oro purísimo, rodeando todo su Cuerpo de una claridad y hermosura inefables que excedían a la misma claridad del Cielo empíreo donde estaba.
¡Qué claro estaría este Cielo, renovado con la luz de tal sol y de tal luna, como Cristo y su Madre! ¡Qué alegres estarían los Ángeles con la gloria de tal Reina, por cuya intercesión esperaban que se repararían las sillas de este reino! ¡Qué regocijados los demás bienaventurados con la gloria de tal Madre, por cuyo medio confiaban ver poblado el Cielo de innumerables hombres! ¡Qué contenta estaría esta humilde Madre viéndose levantada desde lo más bajo de la tierra hasta lo más alto del supremo Cielo!
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Pero también hemos de meditar la gloria esencial del alma de la Virgen Nuestra Señora; porque si a todos los justos dice Jesucristo se les dará medida buena, llena, apretada y colmada, ¿qué medida daría a su Madre?
Si con la medida que midiéremos hemos de ser medidos, quien nunca quiso tener medida limitada en amar y servir a Dios, ¿qué medida casi sin medida recibiría del mismo Dios?
La medida de la Virgen en el servicio de su Hijo siempre fue buena, con todo género de bondad, sin mezcla de culpa; llena de todas gracias y virtudes, con plenitud de buenas obras, sin que le faltase ninguna de sus circunstancias; apretada con trabajos y mortificaciones; colmada y muy sobrada con la observancia de los consejos evangélicos, haciendo mucho más de lo que tenía obligación y deseando siempre hacer más, sin poner tasa ni medida a su deseo.
Pues si Dios premia a los justos con medida de gloria mil veces más excelente que sus servicios, ¿cómo premiaría la medida tan excelente de su Madre?
Sólo el mismo Dios, que se la dio, y la Virgen, que la recibió, pueden conocer la inmensidad de esta medida; a nosotros nos basta saber que la Virgen quedó llena, harta y satisfecha.
La Virgen quedó harta, porque su entendimiento quedó satisfecho con la vista clara de Dios, trino y uno, bebiendo de aquel mar inmenso de su infinita sabiduría con tanta abundancia, que los Querubines, que se llaman plenitud de ciencia, en su comparación están como vacíos.
Su voluntad quedó harta con el amor beatífico de Dios, entrando en la bodega de sus vinos y bebiendo del vino de la caridad hasta embriagarse con tanto exceso de amor que los Serafines en su comparación están como helados.
Su espíritu todo quedó harto con la posesión pacífica del bien infinito que había deseado, engolfándose en el mar de los gozos de su Señor, y bebiendo del río impetuoso de sus deleites con tanta plenitud, que en su comparación los Ángeles están como sedientos.
Finalmente, entonces echó Dios el resto de su bondad y omnipotencia en hartar los deseos de su Madre con toda la hartura que convenía a una pura criatura, premiándole la bebida del cáliz amargo que por su causa recibió en la Pasión, dándole a beber el cáliz dulcísimo de su gloria, con el cual echó en olvido todas las amarguras pasadas, porque incomparablemente fueron mayores las dulzuras; enjugó del todo sus lágrimas desterrando para siempre el llanto y el dolor y todas las miserias del hombre viejo, renovándola con las dotes gloriosas del hombre nuevo.
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Finalmente se ha de considerar la coronación de Nuestra Señora, con las demás circunstancias de su gloria.
Primero, la Virgen Sacratísima fue levantada sobre los nueve Coros de los Ángeles, a gloria incomparablemente mayor que la de todos ellos, sentándola su Hijo a su mano derecha, en un trono de gran majestad; porque así como de Cristo Nuestro Señor se dice estar a la diestra del Padre, en cuanto goza los mejores bienes de gracia y gloria que hay en el Cielo, así la Virgen está a la diestra de su Hijo, porque, después de Él, tiene más alto grado de gloria sobre todos los Coros de los Ángeles y de los demás espíritus bienaventurados.
Fue coronada de la Santísima Trinidad con coronas preciosísimas.
El Padre Eterno la coronó con corona de potestad, concediéndole, después de Cristo, poderío sobre todas las criaturas del Cielo, de la tierra y del infierno, cumpliéndose también en Ella aquello del salmo: Coronástele de honra y gloria, y constituístele sobre las obras de tus manos.
El Hijo de Dios la coronó con corona de sabiduría, dándole conocimiento claro, no solamente de la divina Esencia, sino de todas las cosas criadas y de todas las que pertenecen a su estado de Madre y abogada nuestra.
El Espíritu Santo la coronó con corona de caridad, infundiéndole, no solamente el amor de Dios, sino el amor encendidísimo de los prójimos, con un celo ardentísimo de su bien y salvación.
Además de esto, la Santísima Trinidad coronó a la Virgen con las tres coronas de gloria accidental, que los teólogos llaman laureolas o coronas de laurel, que nunca pierde su verdor; conviene a saber: laureola de virginidad, de martirio y magisterio, porque esta Señora fue Virgen de las vírgenes, fue Mártir en la Pasión de su Hijo, y fue Maestra de nuestra religión, enseñando los misterios de la fe a los mismos maestros de ella.
Últimamente, fue coronada esta Señora con la corona de doce estrellas de que se hace mención en el texto del Apocalipsis que sirve de Introito de la Fiesta; porque, como concurrieron en Ella las grandezas y virtudes de todas las órdenes de santos que hay en el Cielo, así fue coronada con los premios de todos ellos, figurados por las doce estrellas.
Resplandeció en Ella sumamente, con grandes ventajas, la fe y esperanza de los Patriarcas, la luz y contemplación de los Profetas, la caridad y el celo de los Apóstoles, la fortaleza y magnanimidad de los Mártires, la paciencia y penitencia de los Confesores, la sabiduría y discreción de los Doctores, la santidad y pureza de los Sacerdotes, la soledad y oración de los Ermitaños, la pobreza y obediencia de los Monjes, la caridad y limpieza de las Vírgenes, la humildad y sufrimiento de las Viudas, con la fidelidad y concordia de los Santos Casados.
Y, por consiguiente, recibió los premios y coronas de todos ellos con exceso incomparable, porque a Ella cuadra con gran propiedad lo que dice la Sabiduría: Muchas hijas allegaron para sí riquezas, pero tú has excedido a todas; que es decir: Muchas almas allegaron grandes tesoros de merecimientos y virtudes, pero Tú allegaste mucho más que todas ellas.
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Como comenzamos con San Bernardo, concluyamos también con él. Dice el Santo Doctor:
En su cabeza tenía una corona de doce estrellas. Digna, sin duda, de ser coronada con estrellas aquella cuya cabeza, brillando mucho más lúcidamente que ellas, más bien las adornará que será por ellas adornada.
¿Qué mucho que coronen los astros a quien viste el sol como en los días de primavera? ¿Quién apreciará estas piedras? ¿Quién dará nombre a estas estrellas con que está fabricada la diadema real de María?
Sobre la capacidad del hombre es dar idea de esta corona y explicar su composición. Con todo eso, nosotros, según nuestra cortedad, absteniéndonos del peligroso examen de los secretos, podremos acaso sin inconveniente entender en estas doce estrellas doce prerrogativas de gracias con que María singularmente está adornada.
Porque se encuentran en María prerrogativas del Cielo, prerrogativas del Cuerpo y prerrogativas del Corazón; y si este ternario se multiplica por cuatro, tenemos quizá las doce estrellas con que la real diadema de María resplandece sobre todos.
Para mí brilla un singular resplandor, primero, en la generación de María; segundo, en la salutación del Ángel; tercero, en la venida del Espíritu Santo sobre ella; cuarto, en la indecible concepción del Hijo de Dios.
Así, en estas mismas cosas también resplandece un soberano honor, por haber sido Ella la primiceria de la virginidad, por haber sido fecunda sin corrupción, por haber estado encinta sin opresión, por haber dado a luz sin dolor.
No menos también con un especial resplandor brillan en María la mansedumbre del pudor, la devoción de la humildad, la magnanimidad de la fe, el martirio del corazón.
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Levantemos, pues, nuestra alma en el espíritu, y miremos con los ojos de la fe a esta Madre del verdadero rey Salomón, con la corona de gloria con que la coronó su Hijo en el día de su entrada en el Cielo y en el día de la alegría de su corazón.
Contemplemos el inefable gozo de esta Reina soberana y el afecto con que renovaría su antiguo cántico, diciendo: Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque miró la pequeñez de su sierva; desde hoy más me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha obrado en mí grandes cosas el que es Todopoderoso.
Digámosle: ¡Oh Madre benditísima de Jesús, Arca del Nuevo Testamento, fabricada de madera incorruptible, chapeada de oro purísimo, para ser digna morada del que era propiciatorio de vuestro cuerpo y del oro purísimo de vuestras virtudes, con las cuales adornasteis vuestro espíritu!
Alcanzadnos, ¡oh Virgen soberana!, aquella incorruptibilidad del espíritu quieto y modesto, que es rico delante de Dios, para que, libre nuestra alma de la corrupción de la culpa, sea también a su tiempo librado nuestro cuerpo de la corrupción que merece por ella.
Padre Juan Carlos Ceriani

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