I. SACERDOCIO Y ESPÍRITU DE CRISTO
El sacerdote debe ofrecer el sacrificio incruento de valor infinito, absolver los penitentes, engendrarlos, por así decirlo, a la vida de la gracia y dirigirlos a la vida eterna; en particular debe evangelizar a los pobres. Y para esto necesita pureza, humildad, mansedumbre, caridad fecunda por la gloria de Dios y de Cristo y la salvación de las almas. Debe imitar el ejemplo de los Apóstoles, quienes dijeron al instituir los diáconos para el ejercicio de las obras de misericordia: Nosotros debemos atender a la oración y al ministerio de la palabra” (Act. VI, 4). De otro modo hay gran actividad externa, pero sin fruto: “Magni passus sed extra viam”. Aún más, el sacerdote debe decir como Juan Bautista: “Conviene que Él crezca y yo, en cambio disminuya.”
Para lograrlo debe vivir el espíritu de Cristo: “El que se allega al Señor se hace un espíritu con Él” (I Cor. VI, 17). “Si alguno no tiene el espíritu de Cristo, ése no es de Cristo” (Rom. VIII, 9). Ahora bien, el espíritu de Cristo es el espíritu de Verdad: “Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn. XVIII, 37). “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. V, 14). “Me seréis testigos” (Act. I, 8). Este espíritu es espíritu de amor, que se manifiesta en la mansedumbre: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. XI, 29) y en el celo hasta la muerte: “Cristo me amó y se entregó por mí” (Gál. II, 20). Es además, espíritu de sacrificio: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; quien no tome su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Más este sacrificio recibe el ciento por uno: “Al que venciere le daré del maná escondido” (Apoc. II, 17).
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