El amor de Dio es una llama ardiente. Antes de transformar el alma, destruye, abrasa, consume. Todo lo que le es contrario debe desaparecer. Esté periodo de la vida interior es particularmente doloroso. Es una época de purificación; el alma es arrojada al crisol; todas sus escorias suben del fondo a la superficie; ve entonces toda su fealdad y saborea cruelmente su amargura. A veces llega a experimentar la impresión de que esas lacras forman parte de sí misma y de que jamás podrá deshacerse de ellas. Pero, en el fondo, el alma es bella porque es pura, y a su voluntad le horroriza todo este mal.
A quien no viera más que el efecto de estas duras tribulaciones, le parecería como calcinada por ese fuego misterioso, ennegrecida, sin forma y sin belleza. Está como desfigurada, deformada. Todos los pensamientos que poco a poco se habían apoderado de su mente y la habían hablan moldeado a su imagen, todos los afectos que se habían infiltrado en su corazón y lo habían hecho semejante a su objeto, todos los recuerdos que impregnaban su memoria hasta el punto de absorberla, todo eso ha desaparecido. Durante la prueba todo ha sido cortado, arrancado, quemado. El alma ya no es la misma, y en este sentido es irreconocible. Se ha afeado con esa fealdad que resulta de la privación de una falsa belleza. Pero se ha embellecido con la verdadera belleza, con la que es una participación en la Belleza de Dios. No se destruye sino lo que se sustituye. Y el alma interior, despojada de cuanto formaba su aparente riqueza, ha empezado a revestirse de la Belleza de Dios.
Para unir, el amor de Dios debe, ante todo, separar. Y aquí ya no se trata de aflojar los vínculos que unían al alma con su cuerpo, sino de penetrar en el mismo seno del alma para liberar allí lo que hay de más perfecto en ella: «el espíritu», a fin de que la unión con Dios, que es Espíritu, pueda realizarse plenamente. Sobrevienen entonces unas angustias dolorosas, deliciosas, inexpresables. Es una vida nueva que se insinúa hasta las profundidades del alma y que lo cambia todo en ella. El alma ya no se reconoce. Es otra, aunque siga siendo ella misma. La impresión de muerte es tan viva, que grita pidiendo socorro. Pero comprende que nadie puede venir en su auxilio. Le sería preciso el Cielo, y todavía no ha llegado la hora.
Robert de Langeac
La vida oculta en Dios
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Dios abrasa el alma
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