POR: SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
PELIGROS EN LA CONSECUCIÓN DE LA SALUD ETERNA
Ascendente Jesu in naviculam, secuti sunt eum discipuli ejus, et ecce motus magnus factus est in mari.
Entró Jesús en una barca acompañado de sus discípulos; y he aquí que se levantó una tempestad recia en el mar.
(Matth VIII, 23. 24)
ASUNTO ÚNICO
CUAN GRANDES SON LOS PELIGROS DE NUESTRA SALVACIÓN ETERNA, Y COMO DEBEMOS EVITARLOS
1. En el presente Evangelio de San Mateo leemos, que habiendo entrado en la nave Jesús con sus discípulos, sobrevino una grande tempestad, de manera, que la nave era agitada de las olas y estaba en peligro de sumergirse. Entretanto, el Salvador dormía; pero los discípulos, espantados de la tempestad, le despertaron, diciéndole: Señor, salvadnos, porque sino perecemos. Entonces Jesús les reprendió, diciendo: ¿Que teméis, hombres de poca fe? Y al mismo tiempo mandó a los vientos y al mar, y todo se quedó tranquilo. Consideremos ahora que es lo que significa esta nave en medio del mar, y que significan los vientos que levantan la tempestad.
2. La nave que está en el mar significa el hombre que vive en medio de éste mundo. Así como la nave que camina por el mar, está sujeta a mil peligros de corsarios, de incendios, de escollos y de borrascas; así el hombre en esta vida se ve cercado de peligros, por las tentaciones del Infierno, por las ocasiones de pecar, por los escándalos y malos ejemplos de los hombres, por los respetos humanos, y, especialmente, por las pasiones desordenadas, figuradas en los vientos que mueven la tempestad y ponen la neve en peligro de perderse.
3. Así es que , como dice San León, nuestra vida está llena de peligros, de emboscadas y de enemigos, (San Leo 5 de Quadr.). El principal enemigo de nuestra salvación que todos tenemos, es la propia concupiscencia (Job. I, 14). Además de los apetitos desreglados que moran en nosotros y nos arrastran al mal, ¡tenemos tantos enemigos exteriores que nos combaten! En primer lugar están los demonios, con los cuáles vivimos en común guerra, y son más fuertes que nosotros: Bellum grave, quia cum fortiore, dice Casiodoro en el salmo V. Por esto nos advierte San Pablo, que nos prevengamos con los auxilios divinos, puesto que tenemos que combatir a enemigos tan poderosos: revestíos de toda la armadura de Dios (Eph VI, 12). El diablo -añade San Pedro-, anda girando como león rugiente al rededor de vosotros, en busca de presa que devorar: Tanquam leo rugiens circuit quærens quem devoret, (Petr. V, 8). San Cipriano escribe que “el enemigo siempre anda en torno nuestro para ver si puede esclavizarnos” (Lib. de zelo).
4. También nos combaten la salvación, los hombres con quien tenemos que tratar, los cuales, o nos persiguen, o nos venden, o nos engañan con adulaciones y malos consejos. San Agustín dice, que entre los fieles, cualquiera que sea su profesión, hay hombres falaces y mentirosos (In. Ps, 99). Si una plaza estuviese por dentro llena de rebeldes, y por fuera cerrada de enemigos, ¿quién no la creyera perdida? Tal es el estado del hombre mientras vive en este mundo. ¿Quién puede, pues, librarle de tantos males sino sólo Dios? Nisi Dominus custudierit civitatem, frusta vigilat qui custodit eum (Ps. CXXVI, 2).
5. ¿Cuál será, pues, el medio de salvarnos ante tantos peligros? El que hallaron aquellos santos discípulos de Jesús, cual fué el recurrir a su Maestro divino, diciéndole: Salva nos perimus. Señor, sálvanos porque perecemos sin remedio. Cuando la tempestad es fuerte, el piloto no separa la vista de la estrella polar, o de la brújula que le guía al puerto. Así debemos nosotros salvarnos de los peligros de este mundo borrascoso. Y así lo decía David cuando se veía asaltado del peligro de pecar: Levavi oculos meos in montes, unde veniet auxilium mihi. (Ps. CXXI, 1). Con este fin dispone el Señor, que mientras estamos en este mundo vivamos en una continua tormenta y estemos rodeados de enemigos, para que continuamente nos encomendemos a Él, que es el único que puede salvarnos con su gracia. Las tentaciones del demonio, las persecuciones de los hombres, y todas las adversidades que sufrimos en este mundo, no son un mal para nosotros, sino un bien que encierran, como quiere Dios, que para nuestra utilidad las permite. Ellas nos apartan del apego que tenemos a los bienes terrenos, y nos inspiran desprecio al mundo, haciéndonos hallar amarguras y espinas en los mismos honores, en las riquezas y delicias de esta tierra. Todo esto lo hace Dios para que perdamos el afecto que tenemos a los bienes caducos, en los cuales hallamos tantos peligros de perdernos, y procuremos unirnos con Dios, que es el único que puede hacernos felices.
6. Nuestro error y engaño consiste, en que cuando nos vemos maltratados por la enfermedad, la pobreza, las persecuciones y otras varias tribulaciones, en vez de acudir a Dios, recurrimos a los hombres, y ponemos nuestra confianza en la ayuda de éstos, atrayéndonos de este modo la maldición del Señor, que dice: Maledictus homo qui confidit in homine (Jerem. XVII, 5). No nos prohíbe que recurramos a los medios humanos en nuestras aflicciones y peligros; pero maldice a los que ponen su confianza exclusivamente en ellos; y quiere que, ante todas cosas, recurramos a Él, y coloquemos en Él nuestras esperanzas, y a Él le amemos sobre todas las cosas de la tierra y el Cielo.
7. Mientras vivamos en este mundo, debemos procurar conseguir la vida eterna, temiendo y temblando en medio de tantos peligros como nos rodean. Por eso dice el Apóstol: Cum metu et tremore vestram salutem, operamini. No sólo en mi presencia, sino mucho más ahora en mi ausencia. (Phill. II, 12). Hallándose cierto día en medio del mar una nave, sobrevino una tempestad, y el capitán temblaba. Al mismo tiempo, una bestia que había en la nave, comía tranquilamente, como si reinase la mayor calma. Preguntaron al capitán, ¿porqué temía tanto? Y respondió: Si yo tuviese un alma como la de esta bestia, pudiera estar tranquilo y sin temor; pero porque tengo una alma racional y eterna, temo a la muerte, puesto que he de presentarme al juicio de Dios. Temamos también nosotros, amados oyentes míos: se trata del alma, se trata de la eternidad; y quién no tiembla, está en peligro de condenarse, como dice San Pablo; porque el que no tiembla, poco se encomienda a Dios, poco procura valerse de los medios que hay para salvarnos, y así se pierde fácilmente. San Cipriano nos advierte, que estemos atentos y preparados a la batalla, para combatir por la salud eterna: Adhuc in acie constituti, da vita nostra dimicamus (Lib. 1, cap. 1).
8. El primer medio, pues, para salvarse, es encomendarse a Dios, para que nos ayude a vencer las tentaciones y no le ofendamos. El segundo es, limpiar el alma de todos los pecados cometidos, haciendo una confesión general. Este es el gran remedio para enmendar su vida el pecador. Cuando la tempestad es violenta, se procura aligerar la carga de la nave, y cada cual arroja al mar su equipaje para salvar la vida. ¡Oh necedad de los pecadores que circuidos en este mundo de tantos peligros de condenarse para siempre, en vez de aligerar la nave, esto es, de descargar el alma de los pecados cometidos, la cargan todavía con mayor peso! En vez de huir de los peligros de pecar, no temen meterse voluntariamente en nuevas ocasiones de ofender a Dios. Y en vez de recurrir a la misericordia divina para que les perdone las ofensas que le han hecho, le ofenden más, obligándole de éste modo a abandonarlos.
9. El segundo medio es, procurar con todo cuidado no dejarse dominar por las pasiones desarregladas: Animæ irreverenti, et infrunitæ ne tradas me. (Eccl. XXIII, 6). Señor, dice el Eclesiástico, no queráis entregarme a un ánimo inverecundo y desenfrenado. El que está obcecado, no ve lo que hace, y, por lo mismo, está expuesto a no hacer más que disparates. Por esto se pierden tantos por dejarse dominar por las pasiones. ¡Cuántos se dejan arrastrar de la codicia de las riquezas! Un personaje que murió poco ha, solía decir: ¡Ay de mí! veo que el amor al dinero comienza a dominarme. Así decía el infeliz, pero no por eso ponía remedio al mal. No supo resistir desde un principio a esta pasión, antes la fomentó hasta la muerte, y por eso murió sin dejar esperanzas de haberse salvado. Otros se dejan dominar de la pasión de los placeres sensuales, y porque no se contentan con los lícitos, pasan de éstos a los prohibidos. A otros domina la pasión de la ira, y por no tener cuidado de sofocarla en un principio, cuando la pasión tiene poca fuerza, después vá creciendo y se convierte en espíritu de venganza.
10. Dice San Ambrosio que, “esos son los enemigos más temibles y los más violentos tiranos. Muchos que salieron vencedores en la persecución pública, quedaron vencidos en la oculta” (Ps. CXVIII. Serm. 20). Si los efectos desordenados no se refrenan al principio, se convierten en nuestros más terribles tiranos. Orígenes fue un triste ejemplo de esta verdad, que después de una vida ejemplar, y después de haber combatido en defensa de la fe, resuelto a morir por ella, se abandonó hasta renegar de la fe, como dice Natal Alejandro en su Hist. Ecl. tomo 7. Todavía fue ejemplo más triste Salomón, que colmado por Dios de tantos dones, hasta ser inspirado del Espíritu Santo, después, sin embargo, se degradó hasta ofrecer incienso a los ídolos, arrastrado de la pasión hacia las mujeres extranjeras. Símbolo de los infelices que se dejan dominar por sus malas pasiones son los bueyes, que después de haber pasado trabajando toda su vida, van a morir al matadero. Lo mismo sucede a los hombres mundanos, que se fatigan toda la vida, gimiendo bajo el peso de sus culpas, y al fin van a parar a los Infiernos.
11. Empero, concluyamos la plática. El piloto de la nave anima las velas, y arroja al mar las áncoras cuando los vientos son muy fuertes e impetuosos. Así debemos proceder nosotros cuando nos veamos acometidos de alguna violenta pasión. Lo primero que debemos procurar es, amainar las velas, esto es, huir de todas aquellas ocasiones que puedan irritarla, y acogernos después a Dios, suplicándole que nos dé fuerzas para resistir a la tentación a fin de no ofenderle.
12. Dirá alguno: Pero ¿que puedo yo hacer, hallándome en medio del mundo, en donde estas pasiones me atacan sin tregua contra mi voluntad? Orígenes responde a ésta pregunta diciendo que: “difícilmente puede ser fiel a Dios, el que vive en las tinieblas del siglo y entre los negocios mundanos” (Hom. 30 in Exod.). El que quiera, pues, asegurar su salvación, salga del mundo, al menos con el afecto, haga penitencia, no se deje arrastras de sus pasiones, y refrene sus apetitos como nos dice el Espíritu Santo: Post conscupiscentias tuas non eas, et a voluntate tua avertere. (Eccl. XVIII, 30). No te dejes arrastrar de tus malas inclinaciones; y cuando veas que tu voluntad te incita al mal, es necesario que le resistas en lugar de complacerle.
13. El tiempo de la vida es breve, y es preciso aparejarnos a la muerte que se acerca; reflexionemos que la escena o apariencia de éste mundo pasa en un momento. Por lo mismo, añade el Apóstol, que los que lloran en éste mundo, vivan como si no lloraran, y los que huelgan como si no holgaran, porque todo lo hemos de abandonar; este mundo ha de marchitarse con toda su pompa y sus vanidades, y solamente nos ha de quedar, una eterna gloria, o una eterna condenación. Si la fe y la experiencia de todos los días nos enseñan, que hemos de morir como han muerto los que nos precedieron, y que todo lo habremos perdido, si no sabemos salvarnos, ¿en que consiste, que vivimos tan descuidados de una cosa?, que es la que únicamente nos interesa.
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