MÁRTIRES DE LAS CATACUMBAS

Durante muchos siglos Roma, la capital del mundo católico, parecía mucho más lejana que hoy a la mayoría de los fieles. Los Sumos Pontífices, finalmente, tenían hasta el siglo XIX un papel menor al que ejercen hoy, por ejemplo en el nombramiento de los obispos, o en general en el gobierno de las corporaciones religiosas, ampliamente autónomas durante varios siglos.
Sin embargo, había prácticas que podían romper un poco esa distancia. Ya hemos hablado de algunas de ellas: la participación de las indulgencias de algunos de los grandes lugares de peregrinación de la Ciudad Eterna, como la Basílica Catedral de San Juan de Letrán o la Escala Santa; o bien, la asociación con las archicofradías romanas, como la del Santísimo Sacramento de la Basílica de la Minerva. Pero muchos pueblos del mundo católico no se conformaron con ello y buscaron directamente la prestigiosa intervención de los santos romanos por excelencia: las víctimas de las primeras persecuciones de la historia del Cristianismo, compañeros de los Apóstoles, los llamados mártires de las catacumbas romanas.
En efecto, una práctica relativamente común desde el siglo XVI, concretamente desde su redescubrimiento en 1578, hasta el siglo XIX, sin solución de continuidad, fue la extracción de reliquias de los cementerios romanos. Así es, Roma se convirtió en un verdadero centro de exportación y distribución de reliquias de los mártires. Tras un primer período en que se extrajeron cuerpos con mucha libertad, en el siglo XVII la Santa Sede comenzó a normar el procedimiento a través de la Sacristía del Papa, a cargo del obispo titular de Porfiria, y sobre todo de la Custodia de Santas Reliquias, colocada bajo la jurisdicción del Vicario de la diócesis de Roma.
Por una y por otra vía, numerosas iglesias de Europa y del mundo entero tuvieron acceso a los cuerpos de santos. Desde luego no se trataba tanto de cuerpos incorruptos, sino de reliquias depositadas en cuerpos de cera debidamente adornados para corresponder a la dignidad de su carácter. Muchas veces extraídas de tumbas anónimas, las autoridades de la custodia tuvieron por costumbre “bautizarlas”, de ahí el sobrenombre de “santos bautizados” que se les daba a veces.
El Siglo de las Luces no fue de ninguna forma una excepción en esta práctica. En la imagen de arriba vemos el cuerpo de Santa Justina mártir, extraído del cementario de San Lorenzo en la década de 1770, para ser llevado a Lisboa, a la iglesia de San Antonio para se preciso. En la Nueva España del siglo XVIII y en el México del siglo XIX llegaron también varios de estos mártires romanos. Varios yacen hoy olvidados en algunas capillas de nuestras iglesias, pero uno que hasta hoy es motivo de la devoción del pueblo que lo adoptó, es sin duda San Hermión, a quien vemos aquí en su urna de la Iglesia parroquial de la Asunción en Lagos de Moreno. Soldado romano según la tradición, fue extraído del cementerio de Santa Ciriaca con autorización del obispo de Porfiria y llevado a esa villa de los Altos de Jalisco en la década de 1790 por encargo del bachiller José Ana Gómez Portugal.


Desde luego, hay muchísimos más. Algunos siguen recibiendo el culto, como Santa Inocencia, que fue llevada al convento de Santa Mónica y se encuentra hoy en la Catedral de Guadalajara; asimismo, Santa Felícitas, venerada otrora en Santa Teresa la Antigua de México, está hoy en el Sagrario Metropolitano de la misma ciudad. Santa Clementina, San Donato y San Fulgente, siguen en una capilla de la Catedral de León, pero normalmente está cerrada al público. En cambio, el cuerpo San Constancio, mucho tiempo venerado en el convento de San Francisco de México, hoy en día es literalmente una pieza de museo en el Nacional del Virreinato.
Hasta donde he podido ver, no hay en la bibliografía reciente estudios que nos informen de manera más detallada sobre la forma en que atravesaron el Atlántico, la devoción que se constituyó en torno suyo, el olvido en que cayeron algunos, o sobre las consecuencias que tuvo su presencia para la cultura religiosa de Nueva España y México. Sin duda, recibieron el culto propio de su carácter de reliquias, en que la contemplación y la apropiación eran fundamentales, aunque no menos el que se aplicaba también a las imágenes, con los fastos barrocos tan carácteristicos del catolicismo en general, del novohispano y mexicano en particular. Sirva pues esta entrada breve para acordarnos de estos cuerpos milenarios que ligaban a regiones a veces un tanto recónditas con la capital misma de los Papas.

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